Dado
que la función (explícita) de la institución escolar es comunicar saberes y
quehaceres culturales a las nuevas generaciones, la lectura y la escritura
existen en ella para ser enseñadas y aprendidas. En la escuela, no resultan
“naturales” los propósitos que perseguimos habitualmente fuera de ella lectores
y escritores: como están en primer plano los propósitos didácticos, que son inmediatos desde el punto de vista de
los alumnos porque están vinculados a los conocimientos que ellos necesitan
aprender para utilizarlos en su vida futura, los propósitos comunicativos
–tales como escribir para establecer o mantener el contacto con alguien
distante, o leer para conocer otro mundo posible y pensar sobre el propio desde
una nueva perspectiva- suelen ser relegados o incluso excluidos de su ámbito.
Esta
divergencia corre el riesgo de conducir a una situación paradójica: si la
escuela enseña a leer y a escribir con
el único propósito de que los alumnos aprendan a hacerlo, ellos no aprenderán a
leer y escribir para cumplir otras finalidades (esas que la lectura y la
escritura cumplen en la vida social); si la escuela no abandona al mismo tiempo
su función enseñante.
Ante
este panorama, ¿qué hacer para preservar en la escuela el sentido que la lectura
y la escritura tienen fuera de ella?, ¿cómo evitar que se desvirtúen al ser
enseñadas y aprendidas?
Lo
posible es hacer el esfuerzo de
conciliar las necesidades inherentes a la institución escolar con el propósito
educativo de formar lectores y escritores, lo posible es generar condiciones
didácticas que permitan poner en escena –a pesar de las dificultades y contando
con ellas- una versión escolar de la lectura y la escritura más próxima a la
versión social (no escolar) de estas prácticas.
En
primer lugar, para posibilitar la escolarización de las prácticas sociales de
la lectura y la escritura, para que los docentes puedan programar la enseñanza,
un paso importante que debe darse a nivel del diseño curricular es el de
explicitar, entre los aspectos implícitos en las prácticas, aquellos que
resultan hoy accesibles gracias a los estudios socioligüísticos, psicolingüísticos,
antropológicos e históricos.
Lo
que hemos intentado hacer (Lerner, Lotito, Levy y otros, 1996), tal como se
verá en el tercer capítulo, al formular como contenidos de la enseñanza no sólo los saberes lingüísticos sino
también los quehaceres del lector y del escritor: es promover anticipaciones
sobre el sentido del texto que se está leyendo e intentar verificarlas
recurriendo a la información visual, discutir diversas interpretaciones acerca
de un mismo material, comentar lo que se ha leído y compararlo con otras obras
del mismo o de otros autores, recomendar libros, contrastar información
proveniente de diversas fuentes sobre un tema de interés, seguir a un autor
predilecto, compartir la lectura con otros, atreverse a leer textos difíciles,
tomar notas para registrar informaciones a las que más tarde se recurrirá,
escribir para cumplir diversos propósitos (convencer, reclamar, dar a
conocer…), planificar lo que se va a escribir y modificar el plan el plan
mientras se está escribiendo, tener en cuenta los conocimientos del
destinatarios para decidir qué informaciones se incluyen y cuáles pueden
omitirse en el texto que se está produciendo, seleccionar una registro
lingüístico adecuado a la situación comunicativa, revisar lo que se está
escribiendo y hacer las modificaciones pertinentes …
En
segundo lugar, es posible articular los propósitos didácticos con propósitos
comunicativos que tengan un sentido “actual” para el alumno y se correspondan
con los que habitualmente orientan la lectura y la escritura fuera de la
escuela.
Finalmente,
es posible crear un nuevo equilibrio entre la enseñanza y el control, cuando se
reconoce que éste es necesario pero
intentando evitar que prevalezca sobre aquélla. Cuando se plantea un conflicto
entre ambos, cuando hay que elegir entre lo que es necesario para que los niños
aprendan lo que es necesario y lo que es necesario para controlar el
aprendizaje, parece indispensable optar por el aprendizaje. Se trata –por
ejemplo- de abrir espacios para que los alumnos, además de leer profundamente ciertos textos, puedan
leer otros muchos; se trata de dar un lugar importante a la lectura para sí
mismo, aunque no sea posible para el maestro evaluar la comprensión de todo lo
que han leído.
LERNER,
Delia. “Leer y escribir en la escuela. Lo real, lo posible y lo necesario”.
Fondo de Cultura económica. Segunda reimpresión. México, D.F. 2004. Pp. 25-41 y
107-108.
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