Personas que hacen algo inesperado, heroico o profundamente conmovedor, como lo demuestran estas historias.
Por Selecciones / Ingimage
EL ESCUDO
Al darse cuenta de que los árboles sacudidos por el viento podían caer sobre un grupo de niños, Nick Karol acudió en su auxilio.
Ryan stuart
Nick Karol, guía de pesca de
32 años, pisó con fuerza el pedal del freno. Frente a él, atravesado
sobre el camino de Bornite Mountain, había un abeto de 50 metros de
largo y unos 80 centímetros de diámetro. Bajó de su camioneta y caminó
hasta el árbol. Y ahora, ¿cómo voy a llegar a casa?, se
preguntó. Mientras pensaba en una solución, vio un autobús escolar
detenido al otro lado del árbol caído, a 30 metros de distancia.
Estaba oscureciendo y el
viento arreciaba. Terrace, en la provincia canadiense de Columbia
Británica, alguna vez fue un pueblo maderero, y hoy sus casas están
diseminadas en un valle muy boscoso. En 2010 una tormenta derribó
decenas de abetos y cedros, y dejó muchos más con las raíces sueltas. Un
nuevo grupo de árboles caía cada vez que un vendaval azotaba la zona.
Nick miró el autobús, y el ventarrón lo puso nervioso. “En ese momento
sólo pude pensar en una cosa: ‘No te atrevas a abandonar a esos niños’”,
recuerda.
En ese instante
Rachel Côté miró por la ventana. Vio a su vecino Nick, de pie frente a
su casa, junto a un árbol caído, y más allá el autobús escolar que todos
los días, a las 4 de la tarde, dejaba en casa a sus cinco nietos, cuyas
edades iban de los 5 a los 17 años. Rachel, de 68, había vivido en el
valle casi toda su vida y sabía que las condiciones del tiempo podían
cambiar rápidamente; los árboles se sacudían tanto con el viento que sus
copas casi tocaban el suelo. “El conductor del autobús tenía sólo 23
años”, cuenta ella. “Como no supo qué hacer, abrió la puerta y les dijo a
mis nietos que corrieran a casa”. Los chicos echaron a correr, pero
apenas habían avanzado unos tres metros cuando los árboles empezaron a
caer, arrancados por el fuerte viento.
Rachel salió
corriendo de la casa en el instante en que Nick agitó las manos en alto y
les gritó a los niños que regresaran al autobús. Ellos se detuvieron,
momentáneamente confundidos; justo cuando estaban dando media vuelta
tres abetos cayeron y se estrellaron contra el autobús —en cuyo interior
aún había otros 14 niños— y obstruyeron la puerta. El viento sonaba
como una turbina de avión. Atrapados entre el vehículo y los árboles,
los nietos de Rachel gritaron asustados. Nick los apremió para que
corrieran a la casa. Todos lo hicieron, menos Felicity, de siete años,
la más tímida del clan. Se acurrucó en medio del camino, con las manos
sobre la nuca.
Nick pasó por
encima del abeto derribado, corrió hasta la niña y la tomó en brazos. Al
dar la vuelta oyó un crujido. “Sólo me preparé para recibir el golpe”,
cuenta. Un cedro arrancó un cable eléctrico y cayó sobre la espalda de
Nick. Éste gimió de dolor, pero evitó que el pesado árbol golpeara a la
niña. Más árboles cayeron muy cerca de ellos. Nick echó a correr,
protegiendo a Felicity con su cuerpo. “Parecía que todo el bosque iba a
caer”, dice. Trepó árboles derribados y se agazapó debajo de otros,
zigzagueando a través de una maraña de obstáculos: ramas, troncos y
cables eléctricos.
Rachel había reunido en el
porche a sus otros nietos, que estaban todos ilesos. Nick corrió hacia
allí. “Todo sucedió tan deprisa, que sólo cuando los vi aparecer entre
los árboles caídos me di cuenta de lo cerca que estuve de perder a mi
nieta”, dice Rachel. “Habría muerto aplastada si Nick no hubiera
arriesgado su propia vida”. Nick bajó a Felicity al suelo, y la pequeña
corrió hacia la seguridad del
porche. El viento se había
calmado. Doliéndose por los golpes sufridos en la espalda y un brazo,
Nick miró el autobús, que estaba abollado pero intacto. A lo lejos se
oían las sirenas de la policía, acercándose.
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