ANTOLOGÍA NARRATIVA
CUENTOS NARRATIVOS
CAPERUCITA
ROJA
Había una vez una adorable niña que era querida por todo
aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que
no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito
de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa,
así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo:
"Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino,
llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le
ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino,
camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y
se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su
dormitorio no olvides decirle, "Buenos días," ah, y no andes curioseando
por todo el aposento."
"No te preocupes, haré bien todo," dijo Caperucita
Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente. La abuelita vivía en el
bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja
en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo.
Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo
ningún temor hacia él. "Buenos días, Caperucita Roja," dijo el lobo.
"Buenos días, amable lobo." - "¿Adonde vas tan temprano,
Caperucita Roja?" - "A casa de mi abuelita." - "¿Y qué
llevas en esa canasta?" - "Pastel y vino. Ayer fue día de hornear,
así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para
fortalecerse." - "¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?"
- "Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres
grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto,"
contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo:
"¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito - y será más sabroso que esa
viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas
fácilmente." Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del
camino y luego le dijo: "Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven
por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has
dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el
camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno
de maravillas."
Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del
sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto
de los pájaros, pensó: "Supongo que podría llevarle unas de estas flores
frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no
habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora." Y
así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una,
veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el
bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa
de la abuelita y tocó a la puerta. "¿Quién es?" preguntó la abuelita.
"Caperucita Roja," contestó el lobo. "Traigo pastel y vino.
Ábreme, por favor." - "Mueve la cerradura y abre tú," gritó la
abuelita, "estoy muy débil y no me puedo levantar." El lobo movió la
cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la
cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de
ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando
flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de
su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al
encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño
presentimiento que se dijo para sí misma: "¡Oh Dios! que incómoda me
siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita."
Entonces gritó: "¡Buenos días!," pero no hubo respuesta, así que fue
al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro
cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña. "¡!Oh,
abuelita!" dijo, "qué orejas tan grandes que tienes." - "Es
para oírte mejor, mi niña," fue la respuesta. "Pero abuelita, qué
ojos tan grandes que tienes." - "Son para verte mejor, querida."
- "Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes." - "Para
abrazarte mejor." - "Y qué boca tan grande que tienes." -
"Para comerte mejor." Y no había terminado de decir lo anterior,
cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.
Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a
tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que
por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y
pensó, ¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces
ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí.
"¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!" dijo él."¡Hacía
tiempo que te buscaba!" Y ya se disponía a disparar su arma contra él,
cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría
ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y
empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos
cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña
Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando: "¡Qué asustada que estuve, qué
oscuro que está ahí dentro del lobo!," y enseguida salió también la
abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja
trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo
despertó, quizo correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que
no soportó el esfuerzo y cayó muerto.
Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó
la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el
vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente
pensó: "Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el
bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer."
También se dice que otra vez que Caperucita Roja llevaba
pasteles a la abuelita, otro lobo le habló, y trató de hacer que se saliera del
sendero. Sin embargo Caperucita Roja ya estaba a la defensiva, y siguió directo
en su camino. Al llegar, le contó a su abuelita que se había encontrado con
otro lobo y que la había saludado con "buenos días," pero con una
mirada tan sospechosa, que si no hubiera sido porque ella estaba en la vía
pública, de seguro que se la hubiera tragado. "Bueno," dijo la abuelita,
"cerraremos bien la puerta, de modo que no pueda ingresar." Luego, al
cabo de un rato, llegó el lobo y tocó a la puerta y gritó: "¡Abre abuelita
que soy Caperucita Roja y te traigo unos pasteles!" Pero ellas callaron y
no abrieron la puerta, así que aquel hocicón se puso a dar vueltas alrededor de
la casa y de último saltó sobre el techo y se sentó a esperar que Caperucita
Roja regresara a su casa al atardecer para entonces saltar sobre ella y
devorarla en la oscuridad. Pero la abuelita conocía muy bien sus malas intenciones.
Al frente de la casa había una gran olla, así que le dijo a la niña: "Mira
Caperucita Roja, ayer hice algunas ricas salsas, por lo que trae con agua la
cubeta en las que las cociné, a la olla que está afuera." Y llenaron la
gran olla a su máximo, agregando deliciosos condimentos. Y empezaron aquellos
deliciosos aromas a llegar a la nariz del lobo, y empezó a aspirar y a caminar
hacia aquel exquisito olor. Y caminó hasta llegar a la orilla del techo y
estiró tanto su cabeza que resbaló y cayó de bruces exactamente al centro de la
olla hirviente, ahogándose y cocinándose inmediatamente. Y Caperucita Roja
retornó segura a su casa y en adelante siempre se cuidó de no caer en las
trampas de los que buscan hacer daño.
LA BELLA DURMIENTE
Hace muchos años vivían un rey y una reina quienes cada día
decían: "¡Ah, si al menos tuviéramos un hijo!" Pero el hijo no
llegaba. Sin embargo, una vez que la reina tomaba un baño, una rana saltó del
agua a la tierra, y le dijo: "Tu deseo será realizado y antes de un año,
tendrás una hija.
Lo que dijo la rana se hizo realidad, y la reina tuvo una
niña tan preciosa que el rey no podía ocultar su gran dicha, y ordenó una
fiesta. Él no solamente invitó a sus familiares, amigos y conocidos, sino
también a un grupo de hadas, para que ellas fueran amables y generosas con la
niña. Eran trece estas hadas en su reino, pero solamente tenía doce platos de
oro para servir en la cena, así que tuvo que prescindir de una de ellas.
La fiesta se llevó a cabo con el máximo esplendor, y cuando
llegó a su fin, las hadas fueron obsequiando a la niña con los mejores y más
portentosos regalos que pudieron: una le regaló la Virtud, otra la Belleza, la
siguiente Riquezas, y así todas las demás, con todo lo que alguien pudiera desear
en el mundo.
Cuando la décimo primera de ellas había dado sus obsequios,
entró de pronto la décimo tercera. Ella quería vengarse por no haber sido
invitada, y sin ningún aviso, y sin mirar a nadie, gritó con voz bien fuerte:
"¡La hija del rey, cuando cumpla sus quince años, se punzará con un huso
de hilar, y caerá muerta inmediatamente!" Y sin más decir, dio media
vuelta y abandonó el salón.
Todos quedaron atónitos, pero la duodécima, que aún no había
anunciado su obsequio, se puso al frente, y aunque no podía evitar la malvada
sentencia, sí podía disminuirla, y dijo: "¡Ella no morirá, pero entrará en
un profundo sueño por cien años!"
El rey trataba por todos los medios de evitar aquella
desdicha para la joven. Dio órdenes para que toda máquina hilandera o huso en
el reino fuera destruído. Mientras tanto, los regalos de las otras doce hadas,
se cumplían plenamente en aquella joven. Así ella era hermosa, modesta, de
buena naturaleza y sabia, y cuanta persona la conocía, la llegaba a querer
profundamente.
Sucedió que en el mismo día en que cumplía sus quince años,
el rey y la reina no se encontraban en casa, y la doncella estaba sola en
palacio. Así que ella fue recorriendo todo sitio que pudo, miraba las
habitaciones y los dormitorios como ella quiso, y al final llegó a una vieja torre.
Ella subió por las angostas escaleras de caracol hasta llegar a una pequeña
puerta. Una vieja llave estaba en la cerradura, y cuando la giró, la puerta
súbitamente se abrió. En el cuarto estaba una anciana sentada frente a un huso,
muy ocupada hilando su lino.
"Buen día, señora," dijo la hija del rey,
"¿Qué haces con eso?" - "Estoy hilando," dijo la anciana, y
movió su cabeza.
"¿Qué es esa cosa que da vueltas sonando tan
lindo?" dijo la joven.
Y ella tomó el huso y quiso hilar también. Pero nada más había
tocado el huso, cuando el mágico decreto se cumplió, y ellá se punzó el dedo
con él.
En cuanto sintió el pinchazo, cayó sobre una cama que estaba
allí, y entró en un profundo sueño. Y ese sueño se hizo extensivo para todo el
territorio del palacio. El rey y la reina quienes estaban justo llegando a
casa, y habían entrado al gran salón, quedaron dormidos, y toda la corte con
ellos. Los caballos también se durmieron en el establo, los perros en el
césped, las palomas en los aleros del techo, las moscas en las paredes, incluso
el fuego del hogar que bien flameaba, quedó sin calor, la carne que se estaba
asando paró de asarse, y el cocinero que en ese momento iba a jalarle el pelo
al joven ayudante por haber olvidado algo, lo dejó y quedó dormido. El viento
se detuvo, y en los árboles cercanos al castillo, ni una hoja se movía.
Pero alrededor del castillo comenzó a crecer una red de
espinos, que cada año se hacían más y más grandes, tanto que lo rodearon y
cubrieron totalmente, de modo que nada de él se veía, ni siquiera una bandera
que estaba sobre el techo. Pero la historia de la bella durmiente
"Preciosa Rosa," que así la habían llamado, se corrió por toda la
región, de modo que de tiempo en tiempo hijos de reyes llegaban y trataban de
atravesar el muro de espinos queriendo alcanzar el castillo. Pero era
imposible, pues los espinos se unían tan fuertemente como si tuvieran manos, y
los jóvenes eran atrapados por ellos, y sin poderse liberar, obtenían una
miserable muerte.
Y pasados cien años, otro príncipe llegó también al lugar, y
oyó a un anciano hablando sobre la cortina de espinos, y que se decía que
detrás de los espinos se escondía una bellísima princesa, llamada Preciosa
Rosa, quien ha estado dormida por cien años, y que también el rey, la reina y toda
la corte se durmieron por igual. Y además había oído de su abuelo, que muchos
hijos de reyes habían venido y tratado de atravesar el muro de espinos, pero
quedaban pegados en ellos y tenían una muerte sin piedad. Entonces el joven
príncipe dijo:
-"No tengo miedo, iré y veré a la bella Preciosa
Rosa."-
El buen anciano trató de disuadirlo lo más que pudo, pero el
joven no hizo caso a sus advertencias.
Pero en esa fecha los cien años ya se habían cumplido, y el
día en que Preciosa Rosa debía despertar había llegado. Cuando el príncipe se
acercó a donde estaba el muro de espinas, no había otra cosa más que bellísimas
flores, que se apartaban unas de otras de común acuerdo, y dejaban pasar al
príncipe sin herirlo, y luego se juntaban de nuevo detrás de él como formando
una cerca.
En el establo del castillo él vio a los caballos y en los
céspedes a los perros de caza con pintas yaciendo dormidos, en los aleros del
techo estaban las palomas con sus cabezas bajo sus alas. Y cuando entró al
palacio, las moscas estaban dormidas sobre las paredes, el cocinero en la
cocina aún tenía extendida su mano para regañar al ayudante, y la criada estaba
sentada con la gallina negra que tenía lista para desplumar.
Él siguio avanzando, y en el gran salón vió a toda la corte
yaciendo dormida, y por el trono estaban el rey y la reina.
Entonces avanzó aún más, y todo estaba tan silencioso que un
respiro podía oirse, y por fin llegó hasta la torre y abrió la puerta del
pequeño cuarto donde Preciosa Rosa estaba dormida. Ahí yacía, tan hermosa que
él no podía mirar para otro lado, entonces se detuvo y la besó. Pero tan pronto
la besó, Preciosa Rosa abrió sus ojos y despertó, y lo miró muy dulcemente.
Entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina
despertaron, y toda la corte, y se miraban unos a otros con gran asombro. Y los
caballos en el establo se levantaron y se sacudieron. Los perros cazadores
saltaron y menearon sus colas, las palomas en los aleros del techo sacaron sus
cabezas de debajo de las alas, miraron alrededor y volaron al cielo abierto.
Las moscas de la pared revolotearon de nuevo. El fuego del hogar alzó sus
llamas y cocinó la carne, y el cocinero le jaló los pelos al ayudante de tal
manera que hasta gritó, y la criada desplumó la gallina dejándola lista para el
cocido.
Días después se celebró la boda del príncipe y Preciosa Rosa
con todo esplendor, y vivieron muy felices hasta el fin de sus vidas.
RAPUNZEL
Había una vez un hombre y una mujer que vivían solos y
desconsolados por no tener hijos, hasta que, por fin, la mujer concibió la
esperanza de que Dios Nuestro Señor se disponía a satisfacer su anhelo. La casa
en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico
jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un
alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy
poderosa y temida de todo el mundo. Un día asomóse la mujer a aquella ventana a
contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas, tan
frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas. El
antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía
irrealizable, iba perdiendo la color y desmirriándose, a ojos vistas. Viéndola
tan desmejorada, le preguntó asustado su marido: "¿Qué te ocurre,
mujer?" - "¡Ay!" exclamó ella, "me moriré si no puedo comer
las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa." El hombre, que
quería mucho a su esposa, pensó: "Antes que dejarla morir conseguiré las
verdezuelas, cueste lo que cueste." Y, al anochecer, saltó el muro del
jardín de la bruja, arrancó precipitadamente un puñado de verdezuelas y las
llevó a su mujer. Ésta se preparó enseguida una ensalada y se la comió muy a
gusto; y tanto le y tanto le gustaron, que, al día siguiente, su afán era tres
veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al
jardín. Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el
suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja.
"¿Cómo te atreves," díjole ésta con mirada iracunda, "a entrar
cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy
caro." - "¡Ay!" respondió el hombre, "tened compasión de
mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad: mi esposa vio desde la
ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si
no las tuviera se moriría." La hechicera se dejó ablandar y le dijo:
"Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una
sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré
como una madre." Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y,
cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de
ponerle el nombre de Verdezuela; se la llevó.
Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando
cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en
medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había
una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y
gritaba:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino
como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas,
las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes: y como
tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas.
Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey,
encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan
melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía
su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta
ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a
palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los
días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol,
vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo
alto de la torre. "Si ésta es la escalera para subir hasta allí," se
dijo el príncipe, "también yo probaré fortuna." Y al día siguiente,
cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
Enseguida descendió la trenza, y el príncipe subió.
En el primer momento, Verdezuela se asustó Verdezuela se
asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero
el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto
había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un
momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió
Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la
muchacha que era joven y apuesto, pensó, "Me querrá más que la
vieja," y le respondió, poniendo la mano en la suya: "Sí; mucho deseo
irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una
madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada,
bajaré y tú me llevarás en tu caballo." Convinieron en que hasta entonces
el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera
nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó: "Decidme, tía
Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que
está arriba en un santiamén?" - "¡Ah, malvada!" exclamó la
bruja, "¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo,
y, sin embargo, me has engañado." Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas
de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando
unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos cerrar de
ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan
despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola
a una vida de desolación y miseria.
El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja
ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el
príncipe y dijo:
"¡Verdezuela, Verdezuela,
Suéltame tu cabellera!"
la bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero
en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la
hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos: "¡Ajá!"
exclamó en tono de burla, "querías llevarte a la niña bonita; pero el
pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y
también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás
volverás a verla." El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se
arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que
fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por
el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas y llorando sin cesar la
pérdida de su amada mujercita. Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios
años, mísero y triste, hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía
Verdezuela con los dos hijitos los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a
los que había dado a luz. Oyó el príncipe una voz que le pareció conocida y, al
acercarse, reconociólo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus
lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon,
volviendo a ver como antes. Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran
alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.
CENICIENTA
Érase una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó,
y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo: "Hija
mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo
velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado." Y, cerrando
los ojos, murió. La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a
llorar, y siguió siendo buena y piadosa. Al llegar el invierno, la nieve cubrió
de un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo
derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio.
La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y
blanca tez, pero negras y malvadas de corazón. Vinieron entonces días muy duros
para la pobrecita huérfana. "¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con
nosotras?" decían las recién llegadas. "Si quiere comer pan, que se
lo gane. ¡Fuera, a la cocina!" Le quitaron sus hermosos vestidos,le
pusieron una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado: "¡Mira
la orgullosa princesa, qué compuesta!" Y, burlándose de ella, la llevaron
a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros trabajos. Se
levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida,
lavaba la ropa. Y, por añadidura, sus hermanastras la sometían a todas las
mortificaciones imaginables; se burlaban de ella, le esparcían, entre la
ceniza, los guisantes y las lentejas, para que tuviera que pasarse horas
recogiéndolas. A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de
acostarse en una cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por
este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban Cenicienta.
Un día en que el padre se disponía a ir a la feria, preguntó
a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese. "Hermosos vestidos,"
respondió una de ellas. "Perlas y piedras preciosas," dijo la otra.
"¿Y tú, Cenicienta," preguntó, "qué quieres?" -
"Padre, corta la primera ramita que toque el sombrero, cuando regreses, y
traemela." Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas
y piedras preciosas; de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de
avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo. Llegado
a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedido, y a Cenicienta, el brote de
avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su
madre, allí la plantó, regándola con sus lágrimas, y el brote creció,
convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día, a
llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un
pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.
Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar
tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país,
para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa. Al enterarse las
dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, se pusieron muy
contentas. Llamaron a Cenicienta, y le dijeron: "Péinanos, cepíllanos bien
los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio."
Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues también ella hubiera querido ir al
baile, y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese. "¿Tú, la
Cenicienta, cubierta de polvo y porquería, pretendes ir a la fiesta? No tienes
vestido ni zapatos, ¿y quieres bailar?" Pero al insistir la muchacha en
sus súplicas, la mujer le dijo, finalmente: "Te he echado un plato de
lentejas en la ceniza, si las recoges en dos horas, te dejaré ir." La
muchachita, saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó:
"¡Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, vengan a
ayudarme a recoger lentejas!:
Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas,
luego las tortolillas y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas,
todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas,
bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás
las imitaron: pic, pic, pic, pic, y en un santiamén todos los granos buenos
estuvieron en la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el
trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuente a su
madrastra, contenta porque creía que la permitirían ir a la fiesta, pero la
vieja le dijo: "No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar.
Todos se burlarían de ti." Y como la pobre rompiera a llorar: "Si en
una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la
ceniza, te permitiré que vayas." Y pensaba: "Jamás podrá
hacerlo." Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella
salió al jardín por la puerta trasera y gritó: "¡Palomitas mansas,
tortolillas y avecillas todas del cielo, vengan a ayudarme a limpiar lentejas!:
Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y enseguida acudieron a la ventana de la cocina dos
palomitas blancas y luego las tortolillas, y, finalmente, comparecieron,
bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la
ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic;
y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, echando todos los
granos buenos en las fuentes. No había transcurrido aún media hora cuando,
terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llevó las
fuentes a su madrastra, pensando que aquella vez le permitiría ir a la fiesta.
Pero la mujer le dijo: "Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes
vestidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza." Y, volviéndole la
espalda, partió CENICIENTA
Érase una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó, y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hijita y le dijo: "Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa, y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado." Y, cerrando los ojos, murió. La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa. Al llegar el invierno, la nieve cubrió de un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio.
La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez, pero negras y malvadas de corazón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana. "¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nosotras?" decían las recién llegadas. "Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina!" Le quitaron sus hermosos vestidos,le pusieron una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado: "¡Mira la orgullosa princesa, qué compuesta!" Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros trabajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa. Y, por añadidura, sus hermanastras la sometían a todas las mortificaciones imaginables; se burlaban de ella, le esparcían, entre la ceniza, los guisantes y las lentejas, para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas. A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en una cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban Cenicienta.
Un día en que el padre se disponía a ir a la feria, preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese. "Hermosos vestidos," respondió una de ellas. "Perlas y piedras preciosas," dijo la otra. "¿Y tú, Cenicienta," preguntó, "qué quieres?" - "Padre, corta la primera ramita que toque el sombrero, cuando regreses, y traemela." Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas; de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo. Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedido, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre, allí la plantó, regándola con sus lágrimas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.
Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa. Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, se pusieron muy contentas. Llamaron a Cenicienta, y le dijeron: "Péinanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio." Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues también ella hubiera querido ir al baile, y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese. "¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porquería, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapatos, ¿y quieres bailar?" Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo, finalmente: "Te he echado un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges en dos horas, te dejaré ir." La muchachita, saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó: "¡Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, vengan a ayudarme a recoger lentejas!:
Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas, luego las tortolillas y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, y en un santiamén todos los granos buenos estuvieron en la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuente a su madrastra, contenta porque creía que la permitirían ir a la fiesta, pero la vieja le dijo: "No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti." Y como la pobre rompiera a llorar: "Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas." Y pensaba: "Jamás podrá hacerlo." Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella salió al jardín por la puerta trasera y gritó: "¡Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, vengan a ayudarme a limpiar lentejas!:
Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y enseguida acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas y luego las tortolillas, y, finalmente, comparecieron, bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron: pic, pic, pic, pic; y luego todas las demás las imitaron: pic, pic, pic, pic, echando todos los granos buenos en las fuentes. No había transcurrido aún media hora cuando, terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llevó las fuentes a su madrastra, pensando que aquella vez le permitiría ir a la fiesta. Pero la mujer le dijo: "Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes vestidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza." Y, volviéndole la espalda, partió apresuradamente con sus dos orgullosas hijas.
No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se encaminó a la tumba de su madre, bajo el avellano, y suplicó:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!"
Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata. Se vistió a toda prisa y corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron, y, al verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia y buscando lentejas en la ceniza. El príncipe salió a recibirla, y tomándola de la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni la soltó de la mano, y cada vez que se acercaba otra muchacha a invitarlo, se negaba diciendo: "Ésta es mi pareja."
Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el príncipe le dijo: "Te acompañaré," deseoso de saber de dónde era la bella muchacha. Pero ella se le escapó, y se encaramó de un salto al palomar. El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella forastera se había escondido en el palomar. Entonces pensó el viejo: ¿Será la Cenicienta? Y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar. Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a casa, encontraron a Cenicienta entre la ceniza, cubierta con sus sucias ropas, mientras un candil de aceite ardía en la chimenea; pues la muchacha se había dado buena maña en saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano; allí se quitó sus hermosos vestidos, y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó de recogerlos. Y enseguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.
Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta, cuando los padres y las hermanastras se hubieron marchado, la muchacha se dirigió al avellano y le dijo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y, más cosas!"
El pajarillo le envió un vestido mucho más espléndido aún que el de la víspera; y al presentarse ella en palacio tan magníficamente ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que la había estado aguardando, la tomó inmediatamente de la mano y sólo bailó con ella. A las demás que fueron a solicitarlo, les respondía: "Ésta es mi pareja." Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la siguió, para ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que colgaban peras magníficas. Se subió ella a la copa con la ligereza de una ardilla, saltando entre las ramas, y el príncipe la perdió de vista. El joven aguardó la llegada del padre, y le dijo: "La joven forastera se me ha escapado; creo que se subió al peral." Pensó el padre: ¿Será la Cenicienta? Y, tomando un hacha, derribó el árbol, pero nadie apareció en la copa. Y cuando entraron en la cocina, allí estaba Cenicienta entre las cenizas, como tenía por costumbre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del árbol, y, después de devolver los hermosos vestidos al pájaro del avellano, volvió a ponerse su batita gris.
El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás, volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolillo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!"
Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como jamás se viera otro en el mundo, con unos zapatitos de oro puro. Cuando se presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos de admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que iban a solicitarlo les respondía: "Ésta es mi pareja."
Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quiso acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez, que su admirador no pudo darle alcance. Pero esta vez recurrió a una trampa: mandó embadurnar con pez las escaleras de palacio, por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, se le quedó la zapatilla izquierda adherida a uno de ellos. Recogió el príncipe la zapatilla, y observó que era diminuta, graciosa, y toda ella de oro. A la mañana siguiente presentóse en casa del hombre y le dijo: "Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato." Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas tenían los pies muy lindos. La mayor fue a su cuarto para probarse la zapatilla, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir el dedo gordo; y al ver que la zapatilla era demasiado pequeña, la madre, alargándole un cuchillo, le dijo: "¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no tendrás necesidad de andar a pie." Lo hizo así la muchacha; forzó el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, se presentó al príncipe. Él la hizo montar en su caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el avellano gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, diciendo que no era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato. Subió ésta a su habitación y, aunque los dedos le entraron holgadamente, en cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre, alargándole un cuchillo: "Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reina no tendrás necesidad de andar a pie." Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a la fuerza el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, se presentó al hijo del Rey. Montó éste en su caballo y se marchó con ella. Pero al pasar por delante del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre manaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a su casa a la falsa novia. "Tampoco es ésta la verdadera," dijo. "¿No tienen otra hija?" - "No," respondió el hombre. Sólo de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es imposible que sea la novia." Mandó el príncipe que la llamasen; pero la madrastra replicó: "¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla." Pero como el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse ella primero las manos y la cara y, entrando en la habitación, saludó al príncipe con una reverencia, y él tendió el zapato de oro. Se sentó la muchacha en un escalón, se quitó el pesado zueco y se calzó la chinela: le venía como pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en el acto a la hermosa doncella que había bailado con él, y exclamó: "¡Ésta sí que es mi verdadera novia!" La madrastra y sus dos hijas palidecieron de rabia; pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomitas blancas:
"Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está;
Es la novia verdadera con la que va."
Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se posaron una en cada hombro de Cenicienta.
Al llegar el día de la boda, se presentaron las traidoras hermanas, muy zalameras, deseosas de congraciarse con Cenicienta y participar de su dicha. Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos picotazos, les sacaron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo. Y de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para todos los días de su vida.
con sus dos orgullosas hijas.
No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se encaminó a la
tumba de su madre, bajo el avellano, y suplicó:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!"
Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata
y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata. Se vistió a toda prisa y
corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron, y, al
verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un
momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia
y buscando lentejas en la ceniza. El príncipe salió a recibirla, y tomándola de
la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni
la soltó de la mano, y cada vez que se acercaba otra muchacha a invitarlo, se
negaba diciendo: "Ésta es mi pareja."
Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el
príncipe le dijo: "Te acompañaré," deseoso de saber de dónde era la
bella muchacha. Pero ella se le escapó, y se encaramó de un salto al palomar.
El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella forastera
se había escondido en el palomar. Entonces pensó el viejo: ¿Será la Cenicienta?
Y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar.
Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a casa, encontraron
a Cenicienta entre la ceniza, cubierta con sus sucias ropas, mientras un candil
de aceite ardía en la chimenea; pues la muchacha se había dado buena maña en
saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano; allí se quitó sus
hermosos vestidos, y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó
de recogerlos. Y enseguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.
Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta,
cuando los padres y las hermanastras se hubieron marchado, la muchacha se
dirigió al avellano y le dijo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y, más cosas!"
El pajarillo le envió un vestido mucho más espléndido aún
que el de la víspera; y al presentarse ella en palacio tan magníficamente
ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que
la había estado aguardando, la tomó inmediatamente de la mano y sólo bailó con
ella. A las demás que fueron a solicitarlo, les respondía: "Ésta es mi
pareja." Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la
siguió, para ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en
el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que
colgaban peras magníficas. Se subió ella a la copa con la ligereza de una
ardilla, saltando entre las ramas, y el príncipe la perdió de vista. El joven
aguardó la llegada del padre, y le dijo: "La joven forastera se me ha
escapado; creo que se subió al peral." Pensó el padre: ¿Será la
Cenicienta? Y, tomando un hacha, derribó el árbol, pero nadie apareció en la
copa. Y cuando entraron en la cocina, allí estaba Cenicienta entre las cenizas,
como tenía por costumbre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del
árbol, y, después de devolver los hermosos vestidos al pájaro del avellano, volvió
a ponerse su batita gris.
El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás,
volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolillo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas,
y échame oro y plata y más cosas!"
Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como
jamás se viera otro en el mundo, con unos zapatitos de oro puro. Cuando se
presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos de
admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que
iban a solicitarlo les respondía: "Ésta es mi pareja."
Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quiso
acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez, que su admirador no pudo
darle alcance. Pero esta vez recurrió a una trampa: mandó embadurnar con pez
las escaleras de palacio, por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, se
le quedó la zapatilla izquierda adherida a uno de ellos. Recogió el príncipe la
zapatilla, y observó que era diminuta, graciosa, y toda ella de oro. A la
mañana siguiente presentóse en casa del hombre y le dijo: "Mi esposa será
aquella cuyo pie se ajuste a este zapato." Las dos hermanastras se
alegraron, pues ambas tenían los pies muy lindos. La mayor fue a su cuarto para
probarse la zapatilla, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir
el dedo gordo; y al ver que la zapatilla era demasiado pequeña, la madre,
alargándole un cuchillo, le dijo: "¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no
tendrás necesidad de andar a pie." Lo hizo así la muchacha; forzó el pie
en el zapato y, reprimiendo el dolor, se presentó al príncipe. Él la hizo montar
en su caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la
tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el avellano gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo
dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, diciendo que no
era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato.
Subió ésta a su habitación y, aunque los dedos le entraron holgadamente, en
cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre, alargándole un
cuchillo: "Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reina no tendrás
necesidad de andar a pie." Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a
la fuerza el pie en el zapato y, reprimiendo el dolor, se presentó al hijo del
Rey. Montó éste en su caballo y se marchó con ella. Pero al pasar por delante
del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre
manaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a
su casa a la falsa novia. "Tampoco es ésta la verdadera," dijo.
"¿No tienen otra hija?" - "No," respondió el hombre. Sólo
de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es imposible que sea
la novia." Mandó el príncipe que la llamasen; pero la madrastra replicó:
"¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla." Pero como
el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse
ella primero las manos y la cara y, entrando en la habitación, saludó al
príncipe con una reverencia, y él tendió el zapato de oro. Se sentó la muchacha
en un escalón, se quitó el pesado zueco y se calzó la chinela: le venía como
pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en
el acto a la hermosa doncella que había bailado con él, y exclamó: "¡Ésta
sí que es mi verdadera novia!" La madrastra y sus dos hijas palidecieron
de rabia; pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con
ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomitas blancas:
"Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está;
Es la novia verdadera con la que va."
Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se
posaron una en cada hombro de Cenicienta.
Al llegar el día de la boda, se presentaron las traidoras
hermanas, muy zalameras, deseosas de congraciarse con Cenicienta y participar
de su dicha. Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la
derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos
picotazos, les sacaron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la
izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo. Y
de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para
todos los días de su vida
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