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EL VIAJERO
(Emilia Pardo Bazán)
Una
noche fría de enero, gélida, con la tormenta en su máximo desarrollo, llegué a
la puerta de Marta, yo soy el viajero. Ella, escuchando ruidos distintos a la
tormenta y distinguiendo acentos agradables y lisonjeros se convencía para
abrir. La reflexión, buena señora y gran
amiga, siempre llega postrera, en ocasiones sólo para confundir las cosas y,
como en tantas otras ocasiones le ganó el sentimiento de asistir al otro, más
que la razón. Compadecida pregunta:
-¿Quién llama?
Con una de barítono, dulce,
vibrante y persuasiva, contesté:
-Un viajero.
Deslumbrada, Marta, por el sonido
de mi voz, sin más preámbulos ni miramientos descorrió el cerrojo y me
introdujo a su aposento.
Me senté ante el fuego, encendido
por ella, para descansar mientras escurría el impermeable.
Ante la tímida mirada de Marta,
que ahora se encontraba absorta, ante la situación, que sin más pudo introducir
a aquel extraño. Mas al poco de mirarme me contempló buen mozo, de buen talle,
moreno, mirada profunda con aires de señor acostumbrado a mandar.
Aunque me mostré siempre
agradecido con su hospitalidad con palabras halagüeñas, Marta estaba
sobrecogida y confusa, pero los encantos de mi voz la hechizaban. Se apresuró a
servir la cena y me ofreció el mejor cuarto de la casa, donde pudiera
descansar.
Marta pasó la noche en vela,
inquieta por su huésped y cavilando la magnitud de su torpeza. Con la esperanza
de que al amanecer me marchara, hice todo lo contrario. Bajé reposado al
desayuno, así lo fue en la comida, de igual forma en la cena y nunca hablé de
marcharme. Pasaron días, meses… y yo, señor de la casa y dueño de ella, a mis
anchas de placer. Sin embargo, Marta no era del todo feliz, ¿quién pueda
tolerarme? Continuamente me mostraba intransigente y era insoportable la
insolencia del atrevimiento de continuar tal situación y mucho más las saetas
de mis palabras que continuamente le herían. Más, cuando observaba que le
llevaba al límite, con palabras zalameras y otros cumplidos lisonjeros, lograba
tranquilizarle y, con la esperanza de que todo sería mejor, continuábamos en
nuestro consorcio.
Tanto se había acostumbrado ya a
tal situación, mi querida Marta, que simplemente perdonaba mis instigaciones
por el placer de perdonar. Pero, cuando entre palabras cortadas y tímidamente
le expresé que me marchaba, ella se quedó pálida, perpleja… las lágrimas
corrían por sus mejillas que trataba de enjugar con mis manos mientras le susurraba
al oído que todo estaría bien, incluso que llamaría… y al percibir sus
balbuceantes reclamos, le alegué más como reproche que como disculpa:
-Bien te dije, niña, que soy un
viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.
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