EL
TIEMPO
Fue el 24 de Diciembre
de hace ya un par de años, víspera de Navidad. Don Roberto no se levantó como
lo venía haciendo desde bastante tiempo atrás a las cinco de la mañana, en
lugar de hacer lo acostumbrado, se quedó en cama, abrió los ojos, dio un largo
suspiro y dijo:
-¡Hoy es el día!
El invierno había azotado
la región de una manera como nunca lo había hecho, el frío calaba hasta los
huesos, el agua que se quedaba estancada en los pequeños agujeros amanecía
siempre vuelta a un estado sólido y aquella pequeña rendija sobre la puerta de
una reducida bodega hacía que don Roberto tiritara hasta el alma, ni una cobija
tenía, sólo un par de sábanas que cubrían su cuerpo, regalo de su esposa en un
aniversario.
Don Roberto se
levantaba siempre antes de la salida del sol, quizá por el frío, quizá por la
costumbre, o lo que alguna vez él mismo afirmó:
-Tengo miedo a que la
muerte me encuentre dormido y no poder decirle sus verdades a la muy jija.
Él decía que tenía
ochenta y cinco años, pero los niños de la cuadra siempre apostábamos a que
tenía más de cien, sobre él giraban muchas suposiciones, y de cuando en cuando
salía en nuestros temas de conversación infantil, sorprendidos decíamos:
Don Roberto fue militar, ha de haber matado a un montón de cristeros;
otro decía: no, él fue torero y cortó mil rabos y orejas; incluso uno más
despistado en una ocasión afirmó que lo había visto hacer un pacto con el
diablo.
Siempre al final
reíamos, pero la verdad es que él había sido un buen carpintero, y por supuesto
un buen hombre que se dedicó por más de cincuenta años a tallar y a darle forma
a la madera en ese taller que ahora se había convertido en su habitación. Tuvo
cuatro hijos y a todos y a cada uno de ellos, con el sudor y los callos de sus
manos los hizo terminar una carrera universitaria, para que no tuvieran que
sufrir como él sufrió.
Pero como la familia
creció, él fue poco a poco ocupando espacios menores, primero un pequeño cuarto
dentro de la casa, después la sala, alguna vez durmió en la cocina y por fin,
para bien de todos, decidieron darle ¡su taller! Al cabo la artritis ya no lo
dejaba trabajar y ¡ni pensar siquiera en abandonarlo en un asilo! ¡Eso sería
aberrante! Lo que si pasó es que lo olvidaron dentro de su propia casa.
Volviendo a su rutina
de diario, justo después de levantarse, se sentaba un momento en la cama, con los
pies puestos en un viejo tapete, tomaba de su mesa de al lado la foto de Doña
Leonora, su esposa, y tiernamente le daba un beso mientras le decía:
-¡ya falta menos chula!
Lentamente caminaba
hacia su estufa eléctrica enmohecida por el tiempo, raspaba con una cuchara el
fondo de un tarro con café y una vez preparado, se sentaba a tomarlo poco a
poco y a tragos hirviendo, con la silla viendo hacía la puerta y siempre decía:
-tengo que arreglar esa
ventana.
*
* *
Y efectivamente, él
quiere arreglarla, pero sus rodillas le impiden subirse a la escalera para
siquiera intentarlo; después de tomar su café, cuando ya el sol se ha levantado,
don Roberto sale a calentarse con “la cobija del pobre”, casi a rastras lleva
su silla y se sienta mientras sonríe, nadie sabe por qué, así es hasta que el
sol ya le ha quemado lo suficiente y entra de nuevo, en ocasiones alguna de sus
nueras le lleva algo recalentado de comer, al pasar a su lado no le habla, sólo
abre la puerta y deja la comida en la mesa, y se va.
Casi siempre saca un
rosario de su bolsa y comienza a rezarlo, nunca lo termina, se queda dormido o
se olvida en qué cuenta iba, así que vuelve a empezar hasta que se aburre y
termina enojado haciéndose una señal de cruz en el pecho mientras mira al cielo
y dice:
-¡tú tienes la culpa,
ya te acabaste mi memoria! –Después le pide perdón-.
Le encanta que lo visiten.
En una ocasión fui porque en el catecismo nos habían pedido de tarea visitar a
un anciano, así que tuve que ir para cumplirle a “Cuca” mi catequista, cuando
llegué, lo encontré dormido, lo desperté con un leve movimiento, ¡creí que
estaba muerto! Y cuando vi que abrió un sólo ojo di un salto hacia atrás,
creyendo que de verdad ya había dejado este mundo, cuando me vio, me preguntó
con su voz aguardientosa qué quería, creí que estaba enojado, pero al
explicarle lo de la tarea sólo sonrío y dijo:
-¿y como qué quiere
saber esa mujer?
A partir de allí, se me
hizo una costumbre pasar a saludarlo, llegaba siempre gritando, le guardaba yo
algunos dulces que me ganaba en el recreo, regaba sus plantas y sacudía su
mesa, entre otras cosas prácticas que yo hacía , él en agradecimiento y con mucho
cariño empezó a llamarme “Tremendus”. A mí me encantaba escucharlo, siempre me
contaba historias de películas en blanco y negro, me platicaba de sus hijos que
eran su orgullo, y claro, la historia que nunca me cansaba de escuchar era la
de cómo conoció a la mujer más hermosa que había pisado esta tierra, doña Leonora, en aquel baile de septiembre,
ella vestida de “china poblana” y él de “charro de gala”, traje que se había
comprado con los ahorros de seis meses, sólo para que ella volteara a verlo, no
le alcanzó para comprar la pistola, por eso caminaba de lado para que nadie lo
notara, me imaginaba la escena y el valor que tuvo que tomar para acercarse y
decirle:
-¿señorita, me permite
esta pieza…?
* * *
La primera vez que se
me rompió el corazón no fue por una mujer, sino por un amigo, el día que me fui
a estudiar fuera del pueblo la secundaria, llegué corriendo a su casa, le dije
lo que iba a pasar, lloramos juntos, él se levantó con mucho esfuerzo de sus
silla, y de arriba de su ropero sacó y sacudió una pequeña imagen de bolsillo del Señor de la Salud que
aún conservo, después sólo me dijo:
-“Que nunca nadie
limite tus sueños, el hombre ha sido puesto en este mundo para ser feliz; en
tus manos está tu destino” -y con lágrimas en los ojos se cerró la puerta-.
Años después me enteré
al volver al pueblo de aquel 24 de Diciembre. Una gama de sentimientos invadió
mi alma y fue inevitable no volver a llorar.
Don Roberto se levantó
de la cama lentamente como de costumbre, le dio su beso al polvoriento cuadro,
preparó un café más cargado y caliente que de lo común, como pudo se subió a la
escalera y con un martillo arregló esa ventana. No salió a tomar el sol ese día.
Limpió y se puso un traje que había usado en la última fiesta a la que lo
invitaron hace más de veinte años, así que le quedaba un poco flojo pero se
había conservado en magníficas condiciones.
Tardó tres horas en
hacer el nudo de su corbata y una vez vestido de gala, se puso a rezar, se
acordó perfectamente del rosario ese día, así que aprovechó para hacer los
veinte misterios, después de esto escribió en un pequeño papel con una letra
muy fina las siguientes palabras:
-“Nunca les pedí nada,
por eso ahora sólo les suplico que me pongan junto a su madre”.
La dejó en el buró,
para que la vieran, y se sentó a esperar.
Me he preguntado muchas
veces por qué ese día. Quizá porque estaba toda la familia reunida, o porque
así lo dispuso el destino o tal vez él sabía algo que los todos los demás
desconocíamos, lo que si es cierto es que cuentan los que lo vieron que tenía
un sonrisa en los labios, como dejándome el mensaje con el que alguna vez nos
despedimos.
* * *
Al llegar la noche, se
recostó en su catre, tomó la foto de su amada y la aferró a su pecho como a un
tesoro. Uno que pasó cerca del lugar cuenta que lo escuchó hablando con alguien, chismes de pueblo, pero cada vez que
lo cuento un escalofrío recorre mi cuerpo. Definitivamente era un buen hombre,
no poseía más riqueza que la de su corazón y la de su sabiduría, una que los
que lo rodeábamos no supimos apreciar.
Don Roberto se
convirtió en un verdadero ejemplo para mí, en un hombre al que valía la pena
escuchar y que supo, a pesar de las adversidades, sonreírle a la vida.
Con aquel cuadro entre
sus brazos y suspirando como aquel de que de verdad ama, cerró los ojos y dijo
entre labios:
-“Despertaré en un
lugar mejor…”
FIN
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