miércoles, 7 de octubre de 2015

CUENTO

EL TIEMPO

Fue el 24 de Diciembre de hace ya un par de años, víspera de Navidad. Don Roberto no se levantó como lo venía haciendo desde bastante tiempo atrás a las cinco de la mañana, en lugar de hacer lo acostumbrado, se quedó en cama, abrió los ojos, dio un largo suspiro y dijo:
-¡Hoy es el día!
El invierno había azotado la región de una manera como nunca lo había hecho, el frío calaba hasta los huesos, el agua que se quedaba estancada en los pequeños agujeros amanecía siempre vuelta a un estado sólido y aquella pequeña rendija sobre la puerta de una reducida bodega hacía que don Roberto tiritara hasta el alma, ni una cobija tenía, sólo un par de sábanas que cubrían su cuerpo, regalo de su esposa en un aniversario.
Don Roberto se levantaba siempre antes de la salida del sol, quizá por el frío, quizá por la costumbre, o lo que alguna vez él mismo afirmó:
-Tengo miedo a que la muerte me encuentre dormido y no poder decirle sus verdades a la muy jija.
Él decía que tenía ochenta y cinco años, pero los niños de la cuadra siempre apostábamos a que tenía más de cien, sobre él giraban muchas suposiciones, y de cuando en cuando salía en nuestros temas de conversación infantil, sorprendidos decíamos:
Don Roberto fue  militar,  ha de haber matado a un montón de cristeros; otro decía: no, él fue torero y cortó mil rabos y orejas; incluso uno más despistado en una ocasión afirmó que lo había visto hacer un pacto con el diablo.
Siempre al final reíamos, pero la verdad es que él había sido un buen carpintero, y por supuesto un buen hombre que se dedicó por más de cincuenta años a tallar y a darle forma a la madera en ese taller que ahora se había convertido en su habitación. Tuvo cuatro hijos y a todos y a cada uno de ellos, con el sudor y los callos de sus manos los hizo terminar una carrera universitaria, para que no tuvieran que sufrir como él sufrió.
Pero como la familia creció, él fue poco a poco ocupando espacios menores, primero un pequeño cuarto dentro de la casa, después la sala, alguna vez durmió en la cocina y por fin, para bien de todos, decidieron darle ¡su taller! Al cabo la artritis ya no lo dejaba trabajar y ¡ni pensar siquiera en abandonarlo en un asilo! ¡Eso sería aberrante! Lo que si pasó es que lo olvidaron dentro de su propia casa.
Volviendo a su rutina de diario, justo después de levantarse, se sentaba un momento en la cama, con los pies puestos en un viejo tapete, tomaba de su mesa de al lado la foto de Doña Leonora, su esposa, y tiernamente le daba un beso mientras le decía:
-¡ya falta menos chula!
Lentamente caminaba hacia su estufa eléctrica enmohecida por el tiempo, raspaba con una cuchara el fondo de un tarro con café y una vez preparado, se sentaba a tomarlo poco a poco y a tragos hirviendo, con la silla viendo hacía la puerta y siempre decía:
-tengo que arreglar esa ventana.

* * *

Y efectivamente, él quiere arreglarla, pero sus rodillas le impiden subirse a la escalera para siquiera intentarlo; después de tomar su café, cuando ya el sol se ha levantado, don Roberto sale a calentarse con “la cobija del pobre”, casi a rastras lleva su silla y se sienta mientras sonríe, nadie sabe por qué, así es hasta que el sol ya le ha quemado lo suficiente y entra de nuevo, en ocasiones alguna de sus nueras le lleva algo recalentado de comer, al pasar a su lado no le habla, sólo abre la puerta y deja la comida en la mesa, y se va.
Casi siempre saca un rosario de su bolsa y comienza a rezarlo, nunca lo termina, se queda dormido o se olvida en qué cuenta iba, así que vuelve a empezar hasta que se aburre y termina enojado haciéndose una señal de cruz en el pecho mientras mira al cielo y dice:
-¡tú tienes la culpa, ya te acabaste mi memoria! –Después le pide perdón-.
Le encanta que lo visiten. En una ocasión fui porque en el catecismo nos habían pedido de tarea visitar a un anciano, así que tuve que ir para cumplirle a “Cuca” mi catequista, cuando llegué, lo encontré dormido, lo desperté con un leve movimiento, ¡creí que estaba muerto! Y cuando vi que abrió un sólo ojo di un salto hacia atrás, creyendo que de verdad ya había dejado este mundo, cuando me vio, me preguntó con su voz aguardientosa qué quería, creí que estaba enojado, pero al explicarle lo de la tarea sólo sonrío y dijo:
-¿y como qué quiere saber esa mujer?
A partir de allí, se me hizo una costumbre pasar a saludarlo, llegaba siempre gritando, le guardaba yo algunos dulces que me ganaba en el recreo, regaba sus plantas y sacudía su mesa, entre otras cosas prácticas que yo hacía , él en agradecimiento y con mucho cariño empezó a llamarme “Tremendus”. A mí me encantaba escucharlo, siempre me contaba historias de películas en blanco y negro, me platicaba de sus hijos que eran su orgullo, y claro, la historia que nunca me cansaba de escuchar era la de cómo conoció a la mujer más hermosa que había pisado esta tierra,  doña Leonora, en aquel baile de septiembre, ella vestida de “china poblana” y él de “charro de gala”, traje que se había comprado con los ahorros de seis meses, sólo para que ella volteara a verlo, no le alcanzó para comprar la pistola, por eso caminaba de lado para que nadie lo notara, me imaginaba la escena y el valor que tuvo que tomar para acercarse y decirle:
-¿señorita, me permite esta pieza…? 

*  * *

La primera vez que se me rompió el corazón no fue por una mujer, sino por un amigo, el día que me fui a estudiar fuera del pueblo la secundaria, llegué corriendo a su casa, le dije lo que iba a pasar, lloramos juntos, él se levantó con mucho esfuerzo de sus silla, y de arriba de su ropero sacó y sacudió una pequeña  imagen de bolsillo del Señor de la Salud que aún conservo, después sólo me dijo:
-“Que nunca nadie limite tus sueños, el hombre ha sido puesto en este mundo para ser feliz; en tus manos está tu destino” -y con lágrimas en los ojos se cerró la puerta-.
Años después me enteré al volver al pueblo de aquel 24 de Diciembre. Una gama de sentimientos invadió mi alma y fue inevitable no volver a llorar.
Don Roberto se levantó de la cama lentamente como de costumbre, le dio su beso al polvoriento cuadro, preparó un café más cargado y caliente que de lo común, como pudo se subió a la escalera y con un martillo arregló esa ventana. No salió a tomar el sol ese día. Limpió y se puso un traje que había usado en la última fiesta a la que lo invitaron hace más de veinte años, así que le quedaba un poco flojo pero se había conservado en magníficas condiciones.
Tardó tres horas en hacer el nudo de su corbata y una vez vestido de gala, se puso a rezar, se acordó perfectamente del rosario ese día, así que aprovechó para hacer los veinte misterios, después de esto escribió en un pequeño papel con una letra muy fina las siguientes palabras:
-“Nunca les pedí nada, por eso ahora sólo les suplico que me pongan junto a su madre”.
La dejó en el buró, para que la vieran, y se sentó a esperar.
Me he preguntado muchas veces por qué ese día. Quizá porque estaba toda la familia reunida, o porque así lo dispuso el destino o tal vez él sabía algo que los todos los demás desconocíamos, lo que si es cierto es que cuentan los que lo vieron que tenía un sonrisa en los labios, como dejándome el mensaje con el que alguna vez nos despedimos.

*  * *

Al llegar la noche, se recostó en su catre, tomó la foto de su amada y la aferró a su pecho como a un tesoro. Uno que pasó cerca del lugar cuenta que lo escuchó hablando con  alguien, chismes de pueblo, pero cada vez que lo cuento un escalofrío recorre mi cuerpo. Definitivamente era un buen hombre, no poseía más riqueza que la de su corazón y la de su sabiduría, una que los que lo rodeábamos no supimos apreciar.
Don Roberto se convirtió en un verdadero ejemplo para mí, en un hombre al que valía la pena escuchar y que supo, a pesar de las adversidades, sonreírle a la vida.
Con aquel cuadro entre sus brazos y suspirando como aquel de que de verdad ama, cerró los ojos y dijo entre labios:
-“Despertaré en un lugar mejor…” 

FIN



                                                                                                                                  Guss


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