martes, 20 de octubre de 2015

EL VIAJERO




EL VIAJERO
(Emilia Pardo Bazán)

            Una noche fría de enero, gélida, con la tormenta en su máximo desarrollo, llegué a la puerta de Marta, yo soy el viajero. Ella, escuchando ruidos distintos a la tormenta y distinguiendo acentos agradables y lisonjeros se convencía para abrir. La reflexión, buena señora y  gran amiga, siempre llega postrera, en ocasiones sólo para confundir las cosas y, como en tantas otras ocasiones le ganó el sentimiento de asistir al otro, más que la razón. Compadecida pregunta:
-¿Quién llama?

Con una de barítono, dulce, vibrante y persuasiva, contesté:

-Un viajero.

Deslumbrada, Marta, por el sonido de mi voz, sin más preámbulos ni miramientos descorrió el cerrojo y me introdujo a su aposento.

Me senté ante el fuego, encendido por ella, para descansar mientras escurría el impermeable.
Ante la tímida mirada de Marta, que ahora se encontraba absorta, ante la situación, que sin más pudo introducir a aquel extraño. Mas al poco de mirarme me contempló buen mozo, de buen talle, moreno, mirada profunda con aires de señor acostumbrado a mandar.
Aunque me mostré siempre agradecido con su hospitalidad con palabras halagüeñas, Marta estaba sobrecogida y confusa, pero los encantos de mi voz la hechizaban. Se apresuró a servir la cena y me ofreció el mejor cuarto de la casa, donde pudiera descansar.

Marta pasó la noche en vela, inquieta por su huésped y cavilando la magnitud de su torpeza. Con la esperanza de que al amanecer me marchara, hice todo lo contrario. Bajé reposado al desayuno, así lo fue en la comida, de igual forma en la cena y nunca hablé de marcharme. Pasaron días, meses… y yo, señor de la casa y dueño de ella, a mis anchas de placer. Sin embargo, Marta no era del todo feliz, ¿quién pueda tolerarme? Continuamente me mostraba intransigente y era insoportable la insolencia del atrevimiento de continuar tal situación y mucho más las saetas de mis palabras que continuamente le herían. Más, cuando observaba que le llevaba al límite, con palabras zalameras y otros cumplidos lisonjeros, lograba tranquilizarle y, con la esperanza de que todo sería mejor, continuábamos en nuestro consorcio.
Tanto se había acostumbrado ya a tal situación, mi querida Marta, que simplemente perdonaba mis instigaciones por el placer de perdonar. Pero, cuando entre palabras cortadas y tímidamente le expresé que me marchaba, ella se quedó pálida, perpleja… las lágrimas corrían por sus mejillas que trataba de enjugar con mis manos mientras le susurraba al oído que todo estaría bien, incluso que llamaría… y al percibir sus balbuceantes reclamos, le alegué más como reproche que como disculpa:

-Bien te dije, niña, que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.

Y en ese preciso momento, cuando ella reconoció quién era en verdad. Me alejé. Partí a llamar en otras puertas, habitar en otros hogares, a disfrutar el calor de cuidadas chimeneas. Mientras cada tormenta por las noches de invierno, está Marta con el corazón palpitante y la mirada atenta, contemplando a su ventana, por si su huésped volviera.

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