La Leyenda del Traje de la Mujer Michoacana
La leyenda nos cuenta, que el traje de la mujer michoacana, nació del amor de la mujer llamada Mintzita por el gran Caltzontzin, jefe de los Purépechas; quien fue forzado a permanecer al lado de los españoles pues lo utilizaban como medio para gobernar en aquella zona.
Huitzimengari y su esposa, por ser los príncipes purépechas, fueron integrados a la nueva nobleza. Él dejó el manto de plumas con los colores reales para vestir el traje español y adoptó el nombre de Don Antonio. Apenas se bautizó, ingresó al colegio fundado por los frailes, donde sorprendía con la lucidez de su pensamiento. Mintzita, mientras, con gran asombro observaba la ciudad de Pátzcuaro transformarse con la influencia de los conquistadores. Detrás de la reja de los balcones, Mintzita miraba llegar a las comitivas de la nobleza española. El temor oprimía su corazón.
Don Antonio Huitziméngari tuvo como padre al último gobernador de los purépecha: Tangáxoan Tzintzicha.
Vivía en una hermosa casona en Pátzcuaro junto con su esposa, la bella
Mintzita, de noble linaje. La joven no lograba acostumbrarse a las
maneras hispanas que le había tocado sufrir en dicha ciudad; razón por
la cual extrañaba su casa de Tzintzuntzan. Pero por el amor que
profesaba a su esposo, resistía a la vida con gente extraña, cuyo idioma, el español, no lograba o no quería dominar. Aceptaba a regañadientes la religión que cambiara a su dios Curicaveri por ese Cristo doliente, a quien no sabía cómo implorar.
Pero don Antonio, que entre los indígenas era
aún emperador, y entre los españoles destacaba por sus elegantes
modales y erudición, pronto comenzó a ser objeto de admiración entre las
damas españolas. Don Antonio salía cada vez más seguido en su
elegante carroza para asistir a fiestas y reuniones de la nobleza
instalada en Pátzcuaro, dejando a Mintzita inmersa en la duda y la soledad.
La servidumbre le contaba de cómo su esposo era tan complaciente con
las damas españolas; especialmente con una, cuya belleza destacaba en
las fiestas de los nuevos señores de Pátzcuaro.
Desde su ventana, Mintzita veía la Plaza Mayor de la antigua Petatzécuaro,
donde se paseaban las damas españolas recién llegadas de su patria.
Para agasajarlas dieron comienzo muchas fiestas, a las que siempre se
invitaba a don Antonio, que era poderoso por ser considerado aún jefe supremo por los indios, y porque los españoles apreciaban su fuerte incorporación a la cultura hispana.
Los paseos en carretela se hicieron frecuentes, y a ellos acudía una hermosa moza española hija de un capitán y sobrina de un oidor: doña Blanca Fuenrara,
a quien pronto cortejó don Antonio. Ofrecióle a doña Blanca una fiesta
en su casa. Mintzita se ocupó de organizarla de la mejor manera posible.
Por fin iba a conocer a su rival. Al verla llegar al sarao, no pudo menos que apreciar sus ojos verdes y su cabellera de oro reluciente. La pobre Mintzita sólo pudo murmurar:
-¡Nana Cueráperi, qué bella es la extranjera!
Mintzita, quien era desdeñada
por su amado Caltzontzin, pensó que se debía a que ella no llevaba
ningún traje como el que portaban las damas. Ante esta situación,
Mintzita huyó a refugiarse en las islas; lo abandonó todo.
Y allí, en su soledad, estuvo pensando
cómo hacer un traje con el que llamara la atención de su amado. Así duró
no sé cuánto tiempo, fabricando la tela, desde hilar la lana y el algodón; y fue así como creó el estilo de un traje que fue grandemente llamativo; amplio como los que llevan las señoras y utilizando lienzos y lienzos en la falda, supliendo la pedrería de las blusas con bordados de fino acabado multicolor.
Después de que pasaron varios meses, le dijeron a don Antonio que la
joven se encontraba medio loca, en la isla de la Pacanda, hilando noche
y día en su telar de cintura, una manta rara y larguísima; cuando no contemplando por horas las verdes aguas del lago. En las noches en que la Madre Luna resplandecía redonda, Mintzita se despojaba de sus ropas y exponía al Cielo su bello cuerpo, para que se blanqueara como el de doña Blanca.
Don Antonio acudió a buscar a su esposa a la Pacanda. La encontró arriba de un templo, por la noche. Al verla, Antonio quedó subyugado ante tanta belleza.
En la cintura llevaba una falda atada con una faja, cuyos pliegues
formaban por detrás un abanico, sobre el que caían sus gruesas y negras
trenzas. Sus hombros se cubrían con un rebozo pintado con el azul del cielo y con rayos de luna.
Antonio subió al templo y cuestionó a
Mintzita la causa de su abandono. Ella respondió que se debía al cortejo
que le dispensaba a doña Blanca, y que había ido a pedirle a la
Madre Luna que le diera blancura a su piel; al Padre Sol, le había
pedido que le pusiera los cabellos rubios, y a la bella Hapunda, la
laguna, que le cambiará a verdes el color de sus ojos negros. Ella
misma había tejido la falda que llevaba, tratando de imitar la moda de
la española. Enternecido, don Antonio regresó con ella al palacio que
habitaba.
Al verla, las damas españolas no pudieron menos que admirar su vestimenta tan singular que no era del todo española ni del todo india. Supieron que era la esposa del último calzontzin Antonio, y todas imitaron tan bello traje. Las mujeres indias no se quedaron atrás, también imitaron la hermosa vestimenta de la guare Mintzita.
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