Camino
lentamente sobre tierra rojiza; se escucha el crujido cuando mis tenis la van
pisando en cada paso. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo a causa del
ventarrón que golpea inesperadamente la parte sur de la pista para correr.
Mientras me dispongo a llevar a cabo ejercicios de calentamiento, veo una
horrible araña enorme posada sobre la pared; no puedo evitar sentir un pavor
inmenso al pensar que ese insecto va a saltar sobre mí, por lo que
deliberadamente levanto mi pierna, posando con fuerza la suela de mi zapato
sobre la araña, escuchando el crujido de ser aplastada. Al retirar mi zapato,
la veo embarrada en la pared; en verdad era enorme, quizás venenosa. Me doy
media vuelta, intentando no pensar en que maté a un ser vivo que bien pudo
seguir viviendo si sólo me hubiera alejado (creo que alteré el ecosistema).
Preparo mi celular para usar la aplicación que mide la distancia y el tiempo
recorrido, mientras alejo de mí el sentimiento de culpa. Pongo música en inglés
mientras comienzo a trotar. De repente veo el cielo en unos tonos que no creo
haber visto nunca. Es como una pintura al óleo, una combinación de amarillo y
gris, que al mezclarse el cielo resulta hermosamente violeta. Siento el aire
frío que me golpea la cara, sin que eso me resulte incómodo, al contrario, me
mantiene fresca mientras mi temperatura corporal aumenta y comienza a
transpirar. Los minutos van corriendo en el cronómetro, al tiempo que la mañana
inicial va tornándose más cálida por la presencia del sol, que era incipiente
en un inicio. Con esa claridad tan suave y templada, escucho el cantar en un
tono grave de un ave negra, tamaño mediano; de hecho es un cuervo. Veo como
despliega el vuelo rodeando una circunferencia cercana para volver al sitio de
donde partió. Su aterrizaje es delicado y exacto. Veo como hurga con su pico en
el pasto, supongo que para buscar alimento entre la hierba. También se escucha
el sonido que emiten los regadores eléctricos que emergen del pasto, girando
sin cesar, entrecortando el agua. Es por ellos, que la tierra huele a tierra
mojada como si fuera a llover. Debo esquivar esos chorros intermitentes para no
terminar empapada. A lo lejos se escucha una campana que debe anunciar, por la
hora, que el señor de la basura está por pasar. También me llega un aroma a
carnitas, cómo es posible que haya ese aroma a esa hora, realmente me molesta,
pues trajo a mi memoria el sabor y me ha provocado náuseas; debo respirar
profundo e intentar pensar en otra cosa para no devolver el estómago. Estoy por
alcanzar los 6 kilómetros. Respiro profundo y de golpe me llega el aroma de los
pinos que vuelven el entorno más fresco. Es raro, pero por ese olor, ahora
tengo el sabor a pino en la boca, es fresco, suave e inconfundible. Siento que
desfallezco, me duelen tanto los cuádriceps; mi respiración es agitada y siento
como el sudor me recorre la espalda y el pecho. Siento como corre también por
las cienes; mi temperatura ha aumentado que me siento enrojecida. Por fin, la
alarma del teléfono acaba de sonar y vibrar: 40 minutos 36 segundos, es el
tiempo que me llevó lograr correr seis kilómetros. Me detengo poco a poco,
siento los músculos de las piernas adoloridos; respiro profundamente. Ahora debo
estirar para relajarme e ir a descansar. Qué bueno que la mañana se sigue
sintiendo fresca, eso me ayuda inspirar aire de mejor forma. Muy cerca del mí,
pasa la camioneta de Gas Monarca, con esa cancioncita estruendosa. La rutina
apenas comienza.
Hipatia Teon
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